Este cuatrimestre imparto clases en la Facultad de Bellas Artes, tengo una asignatura en primero que me indica que no todo está perdido, hay vida más allá de los likes de Instagram y los reportajes de prensa interesados de dudosa objetividad. A estos chichos que no llegan a los veinte años, les importa muy poco lo que pueda decir un periódico o la televisión y ya saben que por norma los políticos mienten, han venido al mundo con la inocencia perdida. Son alumnos muy jóvenes, pero se les nota el brillo de una nueva generación con otros gustos y valores.
Todos los años, si las asignaturas me lo permiten, suelo enseñarles el trabajo de artistas actuales y les hablo de algunos creadores locales. Les muestro varias obras y debatimos. Los que han tenido más éxito, los que menos, los más arriesgados, los más comerciales… Me interesa que conozcan los grandes referentes de nuestro tiempo, pero también resulta interesante que estén al tanto del ecosistema más próximo y, sobre todo, me gusta conocer su opinión. Lo hago tanto en Bellas Artes como en Historia del Arte.
Para mi sorpresa, agradable sorpresa, los últimos años estoy notando menos docilidad hacia lo impuesto. Parece que esta nueva generación tiene más criterio, comienza a distanciarse del gusto nefasto de la última década. Ya no están enamorados del petardeo, las consignas facilonas y el arte vacío muñequil. Les sigue interesando mucho el manga y el anime, pero por la vía de la ilustración, el diseño o los videojuegos. No lo equiparan a un Rembrandt o a un Picasso, entienden que ocupan parcelas muy diferentes. Y cada vez son más los que me hablan de arte político o social y surgen nombres como Santiago Sierra o Rogelio López Cuenca (lo que me hace entrar internamente en éxtasis).
¿Esto significa que la gran burbuja de humo del capitalismo artístico se va a pinchar? No lo sé, pero albergo ciertas esperanzas y tengo claro que cada vez engañan a menos gente.