Los artistas tendemos a confundir, por propio interés, el éxito de un proyecto con su repercusión mediática. Disfrutamos vanidosamente viéndonos en la prensa, como cualquier mortal. Pero si se observa con un poco de perspectiva histórica y un mínimo de sentido común, es evidente que el poder nunca premia al que pueda sacarle los colores. La historia del arte está llena de artistas malditos y maltratados por sus coetáneos y, por contra, los premios y certámenes plenos de artistas olvidados por el tiempo. Existen excepciones, pero son pocas, la vanguardia no es confortable. Los premios, los reconocimientos y los grandes reportajes en la prensa son para quien no puede dañarles, para los bufones de la corte, para aquellos artistas que les divierten con sus excentricidades, pero que comparten en el fondo sus mismos valores.
Es así de sencillo. Dicho más claramente, si nuestro trabajo sale en los medios recurrentemente, si el poder mediático decide darle visibilidad y voz a todo lo que hacemos, es que nuestro arte es estéril y, sobre todo, inocuo. Su acidez está desactivada. Nuestros valores son los del sistema, los del mercado. Vendemos juguetes, decoramos casas o divertimos con nuestros espectáculos. Pero no hacemos pensar, no planteamos dudas y mucho menos haremos peligrar el sillón de quien ostente el poder (político, mediático, económico, etc).
Pequeña aclaración: En el siglo XXI, el artista academicista (que produce al gusto del sistema), no pinta retratos ecuestres ni cuadros de historia, los gustos del poder son otros, ahora hace juguetes exclusivos (para adultos infantilizados), y decora con un estilo pop-facilón sus casas y apartamentos. Un arte superficial para una sociedad superficial. Ahí van los likes de Instagram y apuntan deseosas las tarjetas de crédito más pudientes.
En lo personal, los proyectos más potentes, mis mejores performances suelen ser silenciadas, sin embargo, los proyectos más visuales y desarmados, tienen una repercusión brutal. Por eso, cuando el poder me sonríe recurrentemente, me preocupo, siento un nudo en el estómago. Es una muestra evidente que mi arte ha dejado de ser una herramienta para sembrar ideas y se ha convertido en un cadáver útil para el sistema, y yo, con mi gorra, mis cuerdas y mis sacos, en un bufón inofensivo para divertirles.
No reniego de los medios, son mis aliados en muchos trabajos, y entiendo perfectamente que no quieran o no puedan dar repercusión a mis proyectos en diversas ocasiones. Nadie o casi nadie se dispara en su propio pie. Esta pequeña reflexión (obvia) tiene otros destinatarios. La pelota está en el tejado exclusivamente de los artistas. Los artistas debemos elegir, tarde o temprano, qué camino tomar. Podemos pensar en el presente y rentabilizar nuestro trabajo artisteando al gusto del poder, o hacer algo coherente y comprometido, que muchas veces no gustará e incluso nos traerá problemas. Ser libre e ir contracorriente tiene consecuencias, pero benditos problemas.
Además en mi caso, tal vez por formación, prefiero pensar en términos de historia del arte, la inmediatez me aburre y me parece insustancial. Vivimos una época epidérmica, donde prima el consumismo y la vanidad. Me niego a aceptar el gusto de una sociedad de irresponsables y egoístas.